Sentir el frío metálico de un arma de fuego en la sien me sumió
en las tinieblas de la condenación, el caos y el desconcierto invadieron mi
alma y un halito de muerte musitaba al oído presto a los grotescos
gritos del asaltante que hacían eco en el silente avance de las horas nocturnas,
fueron
instantes de lucha conmigo mismo, el remolino de los acontecimientos me hundía
en el abismo del terror. El hombre enajenado totalmente,
drogado y desquiciado solamente quería matar, el brillo de sus ojos era de lóbrega
esquizofrenia y el aliento pútrido atiborraba el ambiente.
En un instante sin saber de dónde provenían dos personas extrañamente
vestidas con uniforme color café y ruana del mismo color, sometiendo al intruso,
mientras uno le hacía huir amenazante con arma de fuego en tanto el otro me asistía
protectoramente para que continuara mi camino hacia el hogar cercano.
El amanecer del día siguiente, me sorprenden las primeras luces del
alba, en medio de la resaca más espantosa, de las tinieblas del recuerdo, del
remolino sombrío comenzaron a surgir briznas de razón dentro de la inconciencia, el instante gritaba
desde la niebla que la pasada noche algo non sancto había acaecido. Evocación
que vuela al instante en el cual me asaltan, unos hombres salvaguardan mi vida,
ante esta luz marcho presto al sitio cercano para indagar por los hombres vestidos
de café con ruanas y armados como celadores, que habían salvado mi vida y la
sorpresa es grande al conversar uno a uno con los muchos vecinos del sitio
donde, todos a una, confirmaba la realidad allí no había celadores y menos con
esa descripción dada, nadie había visto jamás a alguien con las características
dadas por mí.
¿Qué había pasado aquella noche? Horas antes de la situación relatada
con un grupo de amigos libábamos licor en un arcaico cafetín departiendo al son
de evocadores tangos. En aquel ambiente surgió un indigente a pedir algo de
comer, rechazado por todos los amigos de manera injuriosa yo le llamo y doy
unas monedas a lo que el hombre responde colocando algo en el bolsillo superior
de mi chaqueta, lo cual no reparo ni doy importancia alguna.
Al brotar este recuerdo retorno al hogar y busco en el bolsillo de
la chaqueta y para sorpresa mía encuentro allí, dejado por el mendigo la noche
anterior, poco tiempo antes del asalto, una estampa del Ángel de la Guarda. Deus locuta, causa finita.
Fabio Alberto Cortés Guavita
Bogotá, febrero 4 de 2015
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