Un relámpago de luz antecedente al trueno que presagia la tormenta y se cuela
por la ventana de mi aposento. El gorjear del agua me hizo asomar al balcón
pero no había tal lluvia, eran las lágrimas de mis hijos, de mis nietos y de
Rosalba que se vertían a raudal por la muerte que una vez más visita nuestra
existencia, la madre de la madre de mis hijos, la abuela de mis hijos, la
bisabuela de mis nietos -eso va mucho más allá del vocablo suegra- nos abandona
por un temporada. Siento
una alucinación en la cual esas lágrimas van tornando una corriente rauda que fluye
por las calles del viejo barrio Centenario, mientras yo estoy encadenado de pies
y de manos, silenciado debatiéndome vanamente. Pero no, no hay veracidad estoy
despierto, el tropel de recuerdos invade el desolado espíritu en la noche
aciaga sin que el bendito sueño de tregua a la congoja. La lluvia ahora es a cántaros transfigurándose en tormenta de truenos que se
anticipan al rayo porque ya no hay luminiscencia alguna. La neurosis de nuevo campeando en mi alma.
Entre tanta penumbra, las sombras se burlan de mi existencia y
juguetean por las paredes buscando que la esquizofrenia haga presa fácil de mi
ser en la
habitación que inmensamente sola como la eternidad va creando el marco de lo
inefable, lo inenarrable se torna realidad y mi habitación se ilumina plenamente,
van desfilando con una sonrisa que muestra la felicidad de quienes llegan en sonido
melifluo: dulce, suave y delicado, como de arpegios de guitarras. Mi padre entra
acompañado de sus padres, los abuelos Pantaleón y Eduarda; todos los 14 tíos y tías
que nos anteceden en este trasegar por la existencia. A medida que van ingresando
mi morada se va ensanchando para la epifanía. Ahora entran los abuelos Plácido
y Concha con los tíos Humberto y Matilde y mi hermana Conchita. Los hechos acaecen
a tal celeridad que mi mente no atina a comprender, cuando llegan los abuelos
Alberto y Helena acompañados de Tomás, el Negro, Chucho y John, Sonia, y una amplia
comitiva de personas que yo apenas distingo pero que se, pertenecen a la
familia Castro Bonilla.
La irrealidad me angustia y la iridiscencia genera tal colorido que
ciega mis ojos y mi mente, ya por la ventada se cuelan los primeros rayos de
luz que anuncian el nuevo día y solo atino a preguntar a mi padre qué está pasando,
a lo cual me contesta: -Bueno pues hay que estar de fiesta, a eso vinimos,
vamos a dar una serenata de bienvenida a doña Fanny, a su suegra. Hombre no
ponga esa cara coja el tiple y como en los viejos tiempos, con su abuelo y con Humberto
nos vamos de serenata, cuéntele a Rosalba que Chucho y Tomás ya aprendieron a
tocar instrumentos y hacen parte de esta estudiantina que hemos creado. A
partir de hoy su suegra Fanny Castro Bonilla goza en la presencia del Dios Todopoderoso.
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