La
bitácora de viaje me deja embelesado, tres
días a Novosibirsk desde Moscú, allí nos espera el Encuentro de los Jóvenes Científicos
de los países de la Cuenca del Pacífico en el cual presentaré ponencia acerca de
los recursos naturales en nuestra Latinoamérica. Me pierdo por los vericuetos
de mi evocación (mi familia y mis hijos tan lejanos) y la noción del tiempo pareciera
desaparecer y verlos correr a mi encuentro con su bracitos abiertos queriendo
cortar las distancias cuyos límites no existen, todo se reduce a un espacio y
un distancia que no parecen tener fin.
Es mi evocación, es el recuerdo de mi travesía
por la antigua Unión Soviética y el grupo de latinos ansiosos por el siguiente
tramo del recorrido dentro de la programación de la Escuela de Verano: Moscú –
Novosibirsk. Esa noche la pasamos en blanco literalmente hablando, solo tres
horas de “oscuridad” moscovita, los corazones latían de manera singular, no era
de poca monta el saber que el Transiberiano nos esperaba y que tendríamos que
recorrer unos cuatro mil kilómetros por la mágica ruta de la cual se tejen
múltiples historias y leyendas y se han hecho algunas películas.
Un rugido se
escapa desde el silencio de mí alma, nadie percibe nada, una embriaguez y un dilema
me asaltan el ánimo. Novosibirsk, más tarde sería Najodka, el Pacífico, el Mar
del Japón… incumbe indiviso el devenir tan distante y apartado, y… será la primera
vez que estoy en el mar, no lo he conocido en mi Colombia… que paradoja del
destino.
Partimos de la estación de trenes de
Yaroslavsky en Moscú en una mañana fría de apenas 5 grados, pero el calor lo
teníamos en el espíritu y el entusiasmo nos brindaba la más absoluta placidez;
tiempo para conversar con los compañeros de viaje, tiempo para degustar viandas
exquisitas de la región por dónde íbamos rebasando kilómetros y más kilómetros,
tiempo para degustar el Vodka ruso, tiempo para elucubrar nuestra utopía
revolucionaria y tiempo para admirar la belleza del paisaje. Afuera, un denso
olor a carbón y hollín flota en el aire, credencial inconfundible de un viaje
con aroma propio.
Son impresionantes las azafatas, rubias, ojos claros,
esbeltas y vestidas con faldita azul oscuro y chaquetica roja, recorren parte
del tren ofreciendo diversos pasabocas y bebidas. Se advierte una actitud amable
en sus gestos, nos entendemos muy bien a través de una compañera que estudia en
Moscú y habla perfectamente el ruso.
En mi compartimento viajamos un mexicano, regordete
y bajito, dicharachero y agradable, un peruano, escritor periodista serio y
aconductado políticamente y un boliviano de ajos azules y rubio (en serio) y
bueno, un colombiano (yo) hablando hasta por los codos (eso me decían) un
cuarteto sinigual para compartir amenamente. Al calor del vodka creamos la “cuarta
internacional de Siberia”; después dirían que los latinos somos los más grandes
mamadores de gallo. Debatíamos acerca de cuál sería la bebida más consumida en la Unión
Soviética entre las candidatas, el vodka y el té… bueno la verdad ganaba de
lejos el té
En
la medida que nos alejamos de Moscú y nos acercamos a Gorki el tren ha
desarrollado una alta velocidad. Las luces difusas de la lejanía traen consigo
la somnolencia, el meneo del tren, el calorcito del compartimente, el vodka consumido,
el silbar del tren y las falditas de las azafatas… ganan terreno…
Algunos
compañeros de viaje: el venezolano, un flojazo de gran humor, el chileno académico
y seriote, el español el más bacano de todos con sus extravagancias de
compartir el marxismo en caricaturas pornográficas; la cubana linda e ingenua a
morir, un ecuatoriano retraído y silente. Bueno pasaban a nuestro compartimento
o nosotros íbamos al de ellos y el fin es el mismo compartimos el mismo sueño,
la misma utopía la universalización del modelo socialista.
A
primera hora de la mañana del día siguiente (3 a.m.) las luces de un sol
atormentado por tan poco sueño nos avista el macizo de los Urales como telón de
fondo, la frontera natural Euroasiática y al lado derecho el amarillo tan cercano
y tan distante de la frontera china.
Me
instalo con el español y el boliviano en el coche restaurante, tapizado en
tonos azul celeste y blanco. Suena música pop rusa con un grupo de cuyo nombre
no tengo recuerdo pero si el de su música y coros que nada tenía que envidiarle
al de moda en el mundo capitalista por aquellas calendas el grupo ABBA. Todos a
una pedimos Té helado (lo mejor que existe para la resaca). Comemos un borsh
ruso a base de hortalizas y vegetales y pan con café vietnamita que me hace sentir
nostalgia por mi café colombiano, que amargura por Dios.
Hora
de despertar. La veloz carrera del tren nos aproxima a los dominios de Siberia
(más adelante regresaríamos a degustar de las grades estepas) de la Rusia occidental.
Al día siguiente tercero y último de esta etapa de periplo el paso del tren
parece fatigoso y cansino. Nos deslumbra el paisaje y la
pasarela por la cual desfila garbosa la taiga, con sus
enormes bosques de abedules que muestra ya los finales estertóreos del verano y
la pletórica llegada del equinoccio
de otoño, lo que a mi retina le permite grabar algo indescriptible difuminado
en lo etéreo de la nada.
Vamos
entrando en la estación de Omsk, cruce de líneas del Transiberiano con el
ferrocarril que conecta el sudoeste ruso y Europa oriental. Mi retina sigue
degustando con las lindas muchachas “milyye devushki” en cada uno de las
paradas. La ansiedad aumenta con la cercanía de Novosibirsk, al amanecer
siguiente trasegamos por el puente ferroviario por encima del Ob, el rio de
todos los crucigramas colombianos, las luces del alba y el trajín del viaje hacen
mella en mis cansados huesos, la resaca de varios días aumenta mi ansiedad. Nos
sorprende la más hermosa de la azafatas cuando nos dice con melodiosa voz y en
prefecto español: bienvenidos a su ciudad: Novosibirsk. Los sentimientos se
conjugan con el espíritu
encogido y el cuerpo dilatado.
FABIO ALBERTO CORTÉS GUAVITA
Bogotá, febrero 18 de 2015
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